Laura Mebert, una socióloga de la Universidad Kettering, en Michigan, que ha estudiado el conflicto, dice que Coca-Cola paga una cantidad desproporcionadamente pequeña por sus privilegios respecto del agua —cerca de diez centavos de dólar por mil litros—.
“Coca-Cola paga este dinero al gobierno federal, y no al local”, señaló Mebert, “mientras que la infraestructura de servicios para los habitantes de San Cristóbal está literalmente desmoronándose”.
Entre los problemas que enfrenta la ciudad está la falta de tratamiento de aguas residuales, lo que significa que las aguas negras pasan directamente a las vías fluviales locales. Carmona, el bioquímico, dijo que los ríos de San Cristóbal están plagados de E. coli y otros patógenos infecciosos.
El año pasado, en un esfuerzo aparente por tranquilizar a la comunidad, Femsa inició conversaciones con los lugareños para construir una planta potabilizadora de agua que proporcionaría agua potable limpia a quinientas familias de la zona.
Sin embargo, en lugar de aliviar las tensiones, el plan condujo a más protestas por parte de los habitantes y obligó a la empresa a detener la construcción de las instalaciones.
“No estamos en contra de la planta potabilizadora”, dijo León Enrique Ávila, profesor de la Universidad Intercultural de Chiapas, quien encabezó las protestas. “Solo exigimos que el gobierno cumpla con su obligación de proveer agua potable para sus ciudadanos. ¿Cómo vamos a permitir que la Coca lave sus pecados después de años de estar tomando el agua de San Cristobal?”.
Desde que llegaron las botellas de Coca-Cola a este lugar hace medio siglo, la bebida se ha entrelazado profundamente con la cultura local.
En San Juan Chamula, un pueblo agrícola en las afueras de la ciudad, el refresco embotellado es el pilar de las ceremonias religiosas apreciadas por la población tzotzil de la localidad.
Dentro de la iglesia del pueblo, los turistas caminan con cuidado a través de alfombras de hojas frescas de pino mientras el incienso de copal y el humo de cientos de velas llenan el aire.
Sin embargo, el mayor atractivo para los visitantes es mirar a los devotos rezar ante botellas de Coca-Cola o Pepsi, así como ante pollos vivos, que a menudo se sacrifican ahí mismo.
Muchos tzotziles creen que las bebidas carbonatadas tienen el poder de curar a los enfermos. Mikaela Ruiz, de 41 años, una lugareña, recuerda cómo el refresco ayudó a curar a su bebé, que estaba débil por haber tenido vómito y diarrea. La ceremonia fue conducida por su madre diabética, una curandera tradicional que ha llevado a cabo ceremonias con refresco durante más de cuarenta años.
Para muchos en San Cristóbal, la ubicuidad de la nada costosa Coca-Cola —y la diabetes que acecha en casi todos los hogares— simplemente agrava su enojo en contra de la refresquera.
Los defensores de la salud locales dicen que las agresivas campañas publicitarias de Coca-Cola y Pepsi que comenzaron en la década de los sesenta ayudaron a insertar las bebidas carbonatadas y azucaradas en las prácticas religiosas locales, que mezclan el catolicismo con rituales mayas. Durante décadas, las empresas produjeron anuncios espectaculares en las lenguas locales, a menudo usando modelos que vestían la ropa tradicional tzotzil.
Aunque Coca-Cola ya descontinuó esas campañas, Martínez, el vocero de Femsa, las describió como “un gesto de respeto hacia las comunidades indígenas”.
También rechazó las críticas sobre que las bebidas de la empresa han tenido un impacto negativo en la salud pública. Es posible que los mexicanos, dijo, tengan una proclividad genética a desarrollar diabetes.
Aunque la investigación científica en efecto sugiere que los mexicanos de ascendencia indígena presentan tasas más altas de diabetes, los activistas locales dicen que esto aumenta la responsabilidad de las trasnacionales que venden productos con un alto contenido de azúcar.
“Los indígenas comían alimentos muy simples”, dijo López, el activista, que pasó años viviendo con comunidades rurales como misionero. “Y cuando llegó Coca-Cola, su cuerpo no estaba listo para ella”.
Abadía, la guardia de seguridad, dijo que se culpa a sí misma por tomar tanto refresco. Aun así, mientras la salud de su madre se deteriora y después de haber visto a su padre morir por complicaciones de la diabetes, no puede evitar preocuparse por su propio bienestar.
“Me inquieta terminar ciega o sin una mano o un pie”, dijo. “Tengo mucho miedo”.